La odisea de usar el baño, en un bus intermunicipal.
Por: Carmelo Otálora
Los vehículos que realizan largos viajes por lo general en jornada nocturna, son cubículos cerrados; abrir una ventana, es cosa del pasado. La tecnología mandó al carajo una buena bocanada de aire fresco o en algunos casos de polvo. Hace poco, realicé un viaje en este servicio y quiero contar algunas intimidades de la experiencia.
Al abordarlo, lo primero que se siente, es el inclemente frio del aire acondicionado, que se contrarresta con una pequeña manta que entregan y con la que de inmediato nos cubrimos. El anuncio de servicio de Wifi, provoca una actividad inusitada. Los celulares se encienden y las charlas con familiares sobre la pronta partida que ya empieza se multiplican. Al frente de cada pasajero está activada una pequeña pantalla digital que muestra dos carpetas de archivo que anuncian películas y música. De inmediato a revisar el contenido. Me paré en la carpeta de música, seleccionando un archivo a mi gusto. Bueno pensé, al menos con esto me libro de los dudosos gustos del conductor. Las preferencias por el cine se perciben por el número abultado de personas que seleccionaron: Rápido y furioso I, II , III y no sé cuántos números más. Balaceras despiadadas y carros estrellados lo llenan todo. Las horas pasan y el interés por el artefacto disminuye mientras aumenta las ganas de echar un sueño y lo mejor es apagar la pantalla. Le pregunté a la auxiliar, sobre la manera de hacerlo y en forma apresurada respondió que «se prendía o se apagaban todas a la vez, desde el puesto del conductor». Un pasajero tiritando de frío, pide que le bajen a la intensidad del aire acondicionado y la respuesta es que no se puede » porque eso es automático». El sueño gana la partida, todo empieza a quedar en silencio y por fin oscuridad, pero también los ronquidos y las bromas de rigor.
Pasa el tiempo, y la necesidad inaplazable de usar el baño, hace su aparición. Los más curioso, es que “la miadita” llega cuando más curvas tiene la vía. Prendido del pasamano, avanzo con prudencia, evitando un tropezón inesperado con algún pie o maleta. Por fin se llega y el drama empieza con la apertura de la puerta. Palpamos en la oscuridad el mecanismo de cierre, Jalones suaves, más fuertes y el tiempo que apremia. Ya punto de desfallecer, viene la ayuda inesperada de un pasajero que advierte la silenciosa tragedia: «péguele un jalón duro que esa joda abre es así». Y sí… un esfuerzo descomunal y ya está. Agarrado de pies y manos, se entra al estrecho lugar provisto de un baño circular de dudoso aroma al que le realizamos cálculos de puntería. Hacerlo sentado, parece ser la mejor opción, pero ahí está el machismo para impedirlo. malhayamos un cinturón de seguridad, que nos deje las manos libres para operar con propiedad el canario en la labor de apuntar. Viene la puesta a punto, el chorrito intermitente que cobra fuerza en forma de abanico, presagio del reguero. Por fin… la sensación de descanso y de humedad en el pantalón. Poner todo en su lugar, el viaje de regreso en medio de ronquidos y un pedido a Dios, para que nos aleje de la tentación de una nueva orinada.
En un rato olvidamos la odisea y con más calma, damos gracias por el servicio de baño en el bus. Qué tal a éstas alturas, diciéndole uno al conductor:
» ¡Pare señor chófer, que quiero orinar ¡».
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